domingo, 20 de febrero de 2011

siguiendo la Ruta 66



L.A es la ciudad más solitaria y la más brutal de toda América; Nueva York tiene un frío en invierno que te cala hasta los huesos, pero se nota cierta cordialidad en algunas de sus calles. L.A es la jungla.

South Main Street, la calle por la que Terry y yo paseábamos comiendo perritos calientes, era un carnaval fantástico de luces y brutalidad. Policías de btas altas registraban a la gente casi en cada esquina. Los tipos más miserables del país pululaban por las aceras; todo eso, bajo aquellas suaves estrellas del sur de California que se pierden en el halo pardo del enorme campamento del desierto que es realmente LA. Se podía oler a tila, yerba, es decir, marihuana, que flotaba en el aire junto a los chiles y la cerveza. El salvaje y enorme sonido del bop salía de las cervecerías; mezclado en la noche norteamericana con popurrís de música vaquera y boogie-woogie.

Todos se parecían a Hassel. Negros violentos siempre riendo con gorras bop y barba de chivo; después estaban los hipsters de pelo largo, completamente hundidos, que parecía que acababan de llegar de Nueva York por la Ruta 66; después estaban las viejas ratas del desierto que llevaban paquetes y se dirigían a algún banco de la plaza; luego estaban los ministros metodistas con mangas deshilachadas, y algún ocasional santo naturista muy joven con barba y sandalias. Hubiera querido conocerlos a todos, hablar con todos, pero Terry y yo estábamos demasiado ocupados intentando conseguir algo de dinero.

También andaban por allí, mirándose unos a otros, apuestos maricas muy jóvenes que habían ido a Hollywood para ser vaqueros. Se humedecían las cejas con el dedo mojado en saliva. Las chicas más guapas del mundo pasaban con sus pantalones; habían llegado para ser estrellas y acababan en casas de citas.




Hollywood Boulevard era un tremendo frenesí de coches; había pequeños accidentes por lo menos a cada minuto: todos corrían hacia la última palmera... y después estaba el desierto y la nada. Los ligones de Hollywood permanecían delante de ostentosos restaurantes, discutiendo exactamente como discuten los ligones de Broadway ante el Jacobs Beach, en NY, solo que aquí llevaban trajes ligeros y su lenguaje era más ridículo. Altos, cadavéricos predicadores, desfilaban también. Mujeres gordas y chillonas cruzaban el bulevar corriendo para ocupar un puesto en la cola de los programas de radio [...] La gente comía lúgubremente junto a cascadas, con el rostro verde tristeza marina. Todos los policías de LA parecen guapos gigolos; evidentemente habían venido a la ciudad a hacer cine. Todo el mundo había venido a hacer cine, hasta yo.


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