miércoles, 8 de diciembre de 2010

Sí, tu niñez ya fábula de fuentes


La carne perfecta, reluciente, parecía hundirse satisfecha en sí misma sin trauma alguno, sujeto y objeto de un placer completo, redondo, autónomo, tan distinto del que sugieren esos anos mezquinos, fruncidos, permanentemente contraídos en una mueca dolorosa e irreparable.

Tristes, pensé entonces.


Ellos se miraban, sonrientes, y miraban la abierta grupa que se les ofrecía. En los bordes, la piel era tensa y rosa, tierna, luminosa y limpia.


Aquella era la primera vez en mi vida que veía un espectáculo semejante. Un hombre, un hombre grande y musculoso, un hombre hermoso, hincado a cuatro patas sobre una mesa, el culo erguido, los muslos separados, esperando. Indefenso, encogido como un perro abandonado, un animalillo suplicante, tembloroso, dispuesto a agradar a cualquier precio. Un perro hundido, que escondía el rostro, no una mujer.

Había visto decenas de mujeres en la misma postura. Me había visto a mí misma, algunas veces.


Fue entonces cuando deseé por primera vez estar allí, al otro lado de la pantalla, tocarle, escrutarle, obligarle a levantar la cara y mirarle a los ojos, limpiarle la barbilla y untarle con sus propias babas. Deseé haber tenido alguna vez un par de esos horribles zapatos de charol con plataforma que llevan las putas más tiradas, unos zancos inmundos, impracticables, para poder balancearme precariamente sobre sus altísimos tacones afilados, armas tan vulgares, y acercarme lentamente a él, penetrarle con uno de ellos, herirle y hacerle gritar, y complacerme en ello, derribarle de la mesa y continuar empujando, desgarrando, avanzando a través de aquella carne inmaculada, conmovedora, tan nueva para mí.



Almudena Grandes, Las Edades de Lulú

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